La verdad está dentro
Con frecuencia, nos encontramos necesitando del refrendo de la investigación científica, rigurosa, analítica y racional para dar por buenas prácticas o decisiones -en el ámbito de las relaciones con los niños, aunque no sólo- que desde tiempos inmemoriales han llevado a cabo los seres humanos a lo largo de centenares de miles de años de manera -podríamos decir- instintiva.
Dos ejemplos. Aunque ya la situación prácticamente ha girado, la lactancia materna -una práctica ancestralmente natural- fue casi erradicada, en la segunda mitad del siglo pasado, por el uso del chupete y el biberón, reduciendo drásticamente el contacto físico y el alimento más natural, más complejo y más individualmente adaptado a cada bebé.
Es el poder del experto cuya autoridad acalla el instinto materno ancestral (en este caso al sustituir, por intereses mercantiles, la leche materna sin coste adicional por leches “maternizadas” -vaya usted a saber lo que significa ese adjetivo- con coste monetario recurrente, además costos energéticos adicionales (nos referimos, por ejemplo, a levantarse a preparar la fórmula a las tres de la madrugada).
En la generación de nuestros padres, así como en la nuestra propia, dar el pecho era una absoluta excepción. Gracias al intenso trabajo de asociaciones de madres lactantes, comadronas comprometidas y un puñado de médicos y ginecólogas/os conscientes que aportaron una praxis en favor de la lactancia y, a consecuencia de ella, una evidencia científica de calidad y en cantidad, la situación se ha revertido. Y, ahora, la mayoría de las madres deciden amamantar a sus hijos. Además, a demanda.
Un segundo ejemplo es el contacto físico, durante la crianza también. Nuevamente, en las culturas originarias la costumbre ancestral era cargar a los niños y ofrecerles contacto físico intenso, atendiendo a la demanda de ser cogidos en brazos cuando lloran o la costumbre de dormir en estrecho contacto físico con los padres. Sin embargo, en nuestra sociedad a partir de un grado determinado de “desarrollo socio-económico” (signifique eso lo que signifique), se comenzó a considerar que coger a los niños en brazos cuando lo demandaban era pernicioso (“la estás malcriando”) o que dormir junto con los hijos era una práctica dañina e, incluso, peligrosa. Tuvo que venir Harry Harlow, un psicólogo norteamericano de los años cincuenta del siglo XX para demostrar (no sin provocar graves sufrimientos a las madres y bebés primates que utilizó para llevar a cabo sus experimentos) la importancia del apego y del contacto físico para la salud física, mental y social de los bebés que, necesariamente, acabarán siendo los seres humanos adultos con los que nos relacionaremos en la pareja o en el trabajo.
Algo que ya hacían las mujeres de manera natural -intuitiva, diríamos, dado que no se paraban a pensar en ello- a lo largo de generaciones y generaciones, se perdió. Para recuperarlo, tuvo que ser refrendado por la ciencia, dado que la civilización había progresado lo suficiente como para no continuar llevando a cabo esas “prácticas primitivas”. Eso, por no mencionar las recomendaciones de dejar llorar a los bebés y niños pequeños a oscuras en “su” habitación, aislados por intervalos de tiempo crecientes y cronometrados “para que se acostumbren” a dormir solos, aunque lloren y entren en pánico. (Párate un segundo, por favor, para imaginar la escena, ya sea desde el punto de vista del bebé, ya desde el punto de vista de la dubitativa madre). Hasta hace quince o veinte años, eso era tendencia; el libro que lo recomendaba eran el más vendido.
Un paso más: en aras de cumplir los propósitos para los que fue creada -adoctrinar en el nacionalismo y obedecer y/o servir al sistema económico- la escuela a través del currículum obligatorio ha erradicado prácticamente la presencia de las artes. Recientemente, hace unos cinco o diez años, hubo una intensísima campaña de modelado social en favor de estudiar STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, en sus siglas en ingles). Obviamente, para alimentar la mano de obra de la sociedad digital que se nos venía encima. “O programas o te programan”, declaraban entonces los tecnófilos convencidos, sin darse cuenta de que todos -incluidos los propios “proletarios de la programación”- estamos en riesgo de ser programados, construyendo con nuestro propio esfuerzo la propia cárcel digital que nos va encerrando.
A pesar de todos los avances, encontramos que la insatisfacción y el malestar de los estudiantes es creciente; lo que se ha dado en llamar salud mental infantil y juvenil está, hoy día, gravemente deteriorada.
Otro paso: ahora vemos que las neurociencias nos dicen que las artes han sido desde los albores de la humanidad una verdadera herramienta evolutiva y que para desarrollar cerebros más sanos y más creativos necesitamos devolver las artes al centro de nuestra educación.
De esto habla la neuroeducación. En su último libro, “El arte de ser humanos”, el neurobiólogo David Bueno, con el que sostuvimos una conversación en nuestro ciclo de conversaciones “Educar para ser humano”, sostiene la tesis de que las artes son disciplinas críticas, esenciales para una completa humanización. Pero también la neurociencia del bienestar nos indica que actividades como, por ejemplo, la danza, tienen un valor intrínseco en los niveles cognitivo, emocional y social y que el cerebro necesita movimiento para aprender, como afirma la investigadora en neurociencia del bienestar, Koncha Pinós Pey. (1)
En los dos ejemplos anteriores, hemos mencionado cómo los bebés y los niños demandan alimento, contacto físico o apego porque lo necesitan. Es lo que el psiquiatra Gabor Maté, especializado en trauma y adicción, denomina “expectativas inherentes”: el cuerpo está diseñado para que estas necesidades sean satisfechas; las necesita para su desarrollo saludable. Esto es prueba de la sabiduría de la naturaleza -también la humana- y de cómo la civilización mercantil destruye los vínculos y desvía las verdaderas necesidades hacia el consumo de objetos o experiencias, incluyendo -paradójicamente- el consumo de educación.
Pues bien, ¿qué sucede cuando en vez de imponer una educación orientada a la competición, basada en el miedo y/o la presión y estructurada en torno al perpetuo juicio externo, ofreces una experiencia educativa que permita la expresión de las necesidades auténticas y verdaderas de los seres humanos en desarrollo, la toma de decisiones autónoma y, en la medida que nuestra consciencia nos lo permite, exenta de juicio?
Antes de responder a esta pregunta, es necesario responder a otra previa. ¿Cómo sabemos cuáles son las verdaderas necesidades de desarrollo de niños y niñas? De forma genérica, sin entrar en detalles, y basándonos en los ejemplos anteriormente descritos podríamos decir que el organismo humano tiene una sabiduría intrínseca, que le permite saber qué es lo que más le conviene a sí mismo (y no tanto al estado-nación o al sistema económico-laboral). Son estas expectativas inherentes , estas expectativas biológicas de que la vida se desarrolle dentro ciertos parámetros a través de las cuales los niños nos indican cuáles son sus necesidades irrenunciables.
En la experiencia educativa en que nos embarcamos, uno de cuyos fundamentos era que niñas, niños y jóvenes construyeran en libertad su propio currículum académico, pudiendo proponer las disciplinas y actividades que más les interesaban, lo que encontrábamos -año tras año tras año- era que las disciplinas artísticas estaban entre las más demandadas entre todas las edades: el teatro, la danza, la cerámica, el dibujo, la música.
Hay que decir que las materias que el currículum oficial considera cruciales, como matemáticas o ciencias (experimentos), también tenían demanda.
¿No implica esto una sabiduría innata o intuitiva, tanto a nivel individual como grupal? La neurociencia lo desvela, pero los seres humanos ya lo sabían desde hace mucho, mucho tiempo. Así es, los niños saben -como organismos vivos que son- qué necesitan y cuándo. (2) En consecuencia, escucharlos es la mejor manera de atenderlos y cuidar su salud (también la física).
¿Qué pasaría si en las escuelas los estudiantes pudieran elegir su propio curriculum adaptado a sus propios y singulares intereses? Lo primero es que sabemos, por experiencia propia, que esto no es imposible. Además, sabemos, por experiencia también, que su calidad de vida se incrementa sustancialmente, la madurez emerge, su salud mental mejora, disfrutan aprendiendo, saben lo que quieren, la inteligencia social crece, los conflictos decaen,… Ese modelo de educación es un círculo virtuoso; si bien supone grandes complejidades para desarrollarlo.
Algunos críticos argumentan que “algún estudiante bajo este tipo de modelo no aprenden a multiplicar”, pero -a nuestro juicio- es endeble argumento, pues conocemos de primera mano casos -y no pocos- de estudiantes inmersos hasta el tuétano en el sistema oficial que -con diez o doce años- no sabían leer o, incluso más, manifestaban una fobia somatizada a la lectura o a todo aquello que remótamente se asemejara a asunto curricular. “Como somos adaptables”, argumenta, Gabor Maté, “podemos soportar circunstancias inferiores a las óptimas, pero eso tiene un precio”. (3)
“Es la madurez, no la escolarización, el aprendizaje ni la genética, la clave para volverse completamente humano y humanitario. No podemos enseñar madurez, no podemos engatusar, seducir y coaccionar a un niño para que sea maduro. Lo que se espera de nosotros es que garanticemos las condiciones de desarrollo que satisfacen las necesidades innegociables del niño; a partir de ahí, la naturaleza, más o menos, se encarga del resto”. (4)
Lo que viene a continuación no es teoría ni especulación. Es empírico. Es fruto de una práctica educativa diaria profundamente heterodoxa y de la experiencia acumulada a lo largo de décadas. Esta experiencia nos dice que lo que sucede cuando se crean las condiciones adecuadas para escuchar atenta y honestamente la voz de los niños y jóvenes, a través de la que transmiten sus necesidades irrenunciables, incluso durante la edad de escolarización, lo que se produce es ¡madurez! Eso que el psicólogo infantil Gordon Neufeld dice que no se puede enseñar, pues es el resultado natural de interacciones humanas genuinas enfocadas en la satisfacción de las necesidades irrenunciables de niños y jóvenes.
Algo fácil de escribir, pero que resulta extremadamente difícil de llevar a cabo en el contexto de una sociedad y unas instituciones educativas tóxicas resultantes de un engranaje normativo que ignora -paradójicamente (“todo por el niño, pero sin el niño”)- esas necesidades de la infancia y la juventud, creando contextos que acaban produciendo malestar y enfermedad, justo lo contrario de lo que proclaman. Maté se pregunta “por qué en nuestra cultura moderna incumplimos crónicamente ese objetivo” (5) de satisfacer las necesidades verdaderamente humanas.
Estos breves textos tienen como misión hacer saber que son posibles prácticas de crianza y educación que cumplan las “expectativas inherentes” de los seres humanos. Aunque no es fácil llevarlas a cabo. Sin embargo, nuestros ojos lo han visto, nuestras manos lo han hecho a lo largo de décadas y nuestros oídos continúan escuchando -a día de hoy- historias de chicas y chicos que han vivido esta experiencia que muestran madurez personal y humana, compromiso con su desarrollo personal y profesional donde la voz interior y el propósito vital es más fuerte que las mieles de la recompensa monetaria o vínculos fuertes y relaciones saludables. (6)
Así que si eres madre, padre, maestra, profe, tutor… en tu mano está. Recuerda que eres corresponsables de la neuroplasticidad del cerebro de los niños y jóvenes que te rodean.
Ya sea evitando el sistema educativo oficial, ya sea subvirtiéndolo desde dentro, es tu responsabilidad contribuir al bienestar de los seres humanos a tu alrededor. ¿Cómo?
Una pista: la psicoterapeuta de la compasión, Koncha Pinós, nos aconseja: “en un entorno en el que primen la ternura, la amabilidad y la empatía será más fácil que por neuroplasticidad absorbamos esa bondad del medio. Pero la bondad no es una unidad didáctica más. No se trata de hablar de bondad, sino de ser bondad. Cuando un estudiante está con un docente que encarna bondad, lo copia inconscientemente. Cuando los maestros ejercen ese papel, no solo se sienten mejor con ellos mismos, sino que están transformando los circuitos neuroplásticos de sus estudiantes. Esos cambios no son solo emocionales o cognitivos, sino también estructurales y funcionales.” (7)
Ofrecemos acompañamiento y asesoría organizacional y pedagógica tanto para equipos educativos como para profesionales individuales, así como acompañamiento familiar y mentorías para jóvenes.
Más información en: ojodeagua.ambiente.educativo@gmail.com
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(1) Pinós Pey, K. (2022) La belleza de ser bueno. Neurociencia de la bondad para padres, Ediciones B, Col. Sinequanon, Barcelona.
(2) Esta afirmación es una generalización. La inmensa mayoría de los niños los saben. La vicisitudes biográficas de algunos son tan intensas que requieren de apoyo para volver a encontrar la ruta de su vida.
(3) Maté, G. y Maté, D. (2023), El mito de la normalidad. Trauma, enfermedad y curación en un sociedad tóxica, Ed. Urano, Madrid, p. 162-3
(4) Neufeld, G. (2012), Keys to wellbeing in children and youth, Discurso ante el Parlamento europeo, en https://neufeldinstitute.org/wp-content/uploads/2017/12/Neufeld_Brussels_address.pdf
(5) Maté, p. 132
(6) Si bien, como en todo, para ser honestos, hay que aclarar que siempre hay excepciones.
(7) Pinós Pey, K. (2022) La belleza de ser buenos. Neurociencia de la bondad para padres, Ediciones B, Sinequanon, Barcelona.