Simulacro
Una cultura es un conjunto de metáforas, creencias, tradiciones, rituales y costumbres que se configuran con base en una cosmovisión concreta.
Ejemplos: la creencia de que en el origen del mundo está el dios Ra, la metáfora del mundo como máquina o el ritual de la eucaristía.
Cuando pertenecen a otras culturas, en una infinidad de ocasiones, consideramos estas manifestaciones como absurdas o carentes de significado.
No tanto así cuando observamos las que pertenecen a la nuestra.
Las culturas no son estáticas: cambian y evolucionan.
Estas metáforas, creencias, tradiciones, rituales y costumbres se mantienen en la medida en que las personas que forman parte de esa cultura hacen suyo ese relato.
Simplificando, diríamos que una cultura es una historia más o menos compleja que nos contamos a nosotros mismos. En la medida en que depositamos confianza en esa historia, la cultura se mantiene; en la medida en que perdemos la confianza en ella, los elementos que la configuran se deterioran y pierden credibilidad y fuerza.
En ese proceso de deterioro hay una fase muy interesante: el momento en el que ya hay una pérdida de confianza grande en alguno de los elementos de la cultura, pero la tradición, el ritual o la creencia aún se mantiene como si nada.
Es como si se tratara de una casa de madera que albergara una colonia de termitas que está socavando las estructura de la casa, pero nada se percibe desde el exterior.
Esto se ejemplifica muy bien en la escena de la película “V de vendetta” en la que el todopoderoso líder se dirige a la nación a través de la televisión para imponer medidas draconianas “por el propio bien del pueblo”, mientras unos ciudadanos de a pie, acodados en la barra de un pub, se mofan y traducen su falaz doblelenguaje al verdadero lenguaje real.
Continuamos aceptando como válidas metáforas, creencias, tradiciones, rituales y costumbres en las que ya no creemos, en las que hemos perdido la confianza, pero que aún mantenemos quizá por inercia, quizá por comodidad o quizá tratando de esconder la cabeza debajo del ala.
Algunos ejemplos en nuestra cultura serían:
Los programas de los partidos políticos durante las campañas electorales: todos sabemos que da igual lo que se diga; si viene al caso, se incumple y no pasa nada.
El saldo de nuestra cuenta bancaria en una pantalla: todos sabemos que no solo es un etéreo apunte contable en un sistema digital sin respaldo material alguno.
La pretendida objetividad del conocimiento científico, cuando sabemos desde hace más de un siglo que es de todo punto imposible separar la subjetividad del investigador de su objeto de investigación.
Colocarnos una mascarilla casera de tela para salir a la calle en plena pandemia: todos sabemos que es una protección ineficaz frente a un virus.
El sistema penal que afirma su función de rehabilitación: todos nos damos cuenta de que en absoluto cumple esa función.
La ficción de creer que la nota en el boletín describe el aprendizaje.
Dice María Acaso, en su libro “rEDUvolución”:
“Los procesos de educación en las aulas de occidente constituyen un auténtico simulacro, una representación donde el aprendizaje parece que sucede, pero no sucede en realidad (…) no conducen a la generación de conocimiento sino a la certificación, no conducen al desarrollo intelectual, sino a la bulimia.”
Y también:
“Lo que resulta preocupantemente paradójico es que quizá aprendamos menos en las instituciones realizadas ex profeso para el aprendizaje mientras que aprendemos más en los tiempos y lugares llamados de ocio y que realmente son tiempos y lugares de disfrute, algo fundamental para que el aprendizaje suceda.”
¿Será la educación -tal como se practica mayoritariamente hoy día- también una de esas creencias, tradiciones, rituales o costumbres de una cultura y/o cosmovisión en decadencia que ya ha perdido, en gran medida, nuestra confianza pero, a pesar de ello, hacemos como que creemos que sigue siendo importante?