Una buena educación
La hija de veintitantos años llamó desde la ciudad al móvil del padre para contarle lo contenta que se sentía porque acababa de conseguir un empleo que, si bien era puramente alimenticio, le permitiría mantenerse mientras preparaba su entrada en el mercado laboral del sector al que soñaba dedicarse y que tanto amaba.
El padre le formuló una pregunta que no pudo terminar, pues al otro lado del teléfono escuchó la voz de su hija que, repentinamente, gritaba de manera estridente:
“¡Déjalo! ¡Que le dejes ya!
(Un par de segundo de silencio).
¡¡Que le dejes ya!! ¡¡No me has oido!!
Otra voz más lejana se escuchó inmediatamente después:
“Somos hermanos.”
La voz de la hija replicó gritando de nuevo:
“¡Me da igual! ¡Te he dicho que le dejes! ¡¡Déjalo!! ¡¡YA!!”
El padre, en la distancia, escuchó una tercera voz, ésta mucho más débil:
“La cartera…”
¿No me has oído? ¡Que llamo a la policía, ¿eh? ¡Si no paras, llamo a la policía!”
Inmediatamente después, cuando escuchó el pitido intermitente típico de una comunicación interrumpida, el padre sintió una desconcertante sensación de abismo, de alejamiento lumínico, de distancia sideral.
No sabía en qué parte de la ciudad estaba su hija. ¿En el metro? ¿En la calle? ¿En su barrio? ¿Cerca de casa? ¿Acompañada o sola?
No sabía qué sucedía. ¿Unos amigos peleando? ¿Una reyerta callejera? ¿Habría armas, aunque fueran blancas?
Inmediatamente, intentó comunicar de nuevo con el número de la hija, pero resultó infructuoso.
Lo reintentó.
No respondía.
Entonces le envió un mensaje de texto: “Llámame en cuanto puedas, Estoy muy preocupado.”
Y esperó.
Inquieto. Abrumado por la incertidumbre. Preocupado por la integridad fisica de la jovencita, que era su hija.
Aunque sabía que era muy capaz de defenderse, no solo porque durante algunos años practicó kárate, sino -sobre todo- porque era de carácter fuerte. Recordó aquel día en el que se montó “una guerra” entre un nutrido grupo de ambos sexos y cómo ella, con apenas siete, era capaz de acorralar y amedrentar a chicos que le sacaban dos años.
Mientras le venían estos pensamientos, el teléfono sonó. ¡Era ella!
El padre, ansioso, preguntó:
“¿Eres tú?”
La hija respondió:
“ Sí.”
¿Qué ha pasado?
Dos tíos de unos cincuenta años que estaban borrachos y se estaban peleando. Uno le pegaba al otro. Y ninguna persona que pasaba se ha parado, ni ha dicho nada. Algunos ni siquiera miraban. Hasta que no he empezado a gritarles yo, nadie se ha acercado. Sólo después de que me metí para separarles mientras les gritaba que pararan, un hombre se acercó también y luego otra persona llamó a la policía. Ha sido increíble, ha sido como el experimento ese que me contaste…”
Se refería al “efecto espectador” o “efecto Bystander” que habían comentado en alguna ocasión; un experimento de psicología social que se inspiró en el asesinato de una mujer: Kitty Genovese. Los experimentadores concluyeron que si una sola persona se enfrenta a una situación de emergencia, la presión y el peso de la responsabilidad le hacen actuar rápidamente para proveer su ayuda. Pero si esa misma persona se encuentra en un grupo, sentirá menos presión y menos responsabilidad por lo que está ocurriendo; a consecuencia de lo cual es muy probable que se demore más en responder ante la emergencia.
Cuando leemos algo similar en la noticias nos alarmamos; sin embargo, en gran medida, nuestros sistemas de socialización potencian la difusión de la responsabilidad moral personal en su día a día.
Al planificar la educación teniendo en cuenta un recurso limitado como el tiempo (aunque hay otros factores más estructurales que influyen y analizaremos en otro momento), se potencia la dimensión cognitiva minorando otras dimensiones como la ética o la social que, en el mejor de los casos, se tratan académicamente a través de programas prefabricados y libros de texto descontextualizados de la vida cotidiana.
Quizá, si dedicáramos más tiempo a conversar sobre los dilemas reales y cotidianos que atraviesan niños y jóvenes, con un enfoque adecuado, probablemente ayudaríamos a formar personas más íntegras, más honestas. Pero, a nuestro juicio, esas conversaciones tienen que estar contextualizadas en un marco de relaciones de libertad y respeto entre todas las partes. Caso contrario, serán agua derramada.
Al igual que Jacques Luysseyran, el ciego que podía ver cuando no calculaba, no tenía miedo o no dudaba, aquella joven no calculó los riesgos, no dio espacio al miedo, no dudó. Actúo.
¿No necesitaríamos más ciudadanos así? ¿No contribuirían a construir una sociedad mejor que la que tenemos?