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Una voz interior (enlace al texto)
“Allí puedo ser yo”, argumentaba la hija ante la decisión de los padres de trasladarse a otro lugar. Habían llegado tres meses atrás a un valle cercano y buscaban un lugar para sus hijas. Ahora, habían encontrado una oportunidad para vivir en una casa en el campo. Ante su insistencia, los padres, a pesar de la distancia, aceptaron: “De acuerdo, seguiréis yendo.”
Esta anécdota -una niña de unos diez años que trata denodadamente de convencer a sus padres para que le permitan continuar viviendo una experiencia en la que, según sus propias palabras, puede “ser ella misma”- nos hizo reflexionar sobre el propósito de nuestra iniciativa:
¿Qué significa “ser yo”? ¿Debe ser una de las metas de la educación? ¿Buscamos lograr ese objetivo? Como en tantas otras ocasiones, mantuvimos multitud de conversaciones al respecto, preguntándonos también qué era lo que estaba viviendo esta chica que le producía esa sensación interna de “ser ella misma”, una sensación tan poderosa que le impulsaba a argumentar con insistencia frente a sus padres para intentar continuar viviendo esa experiencia.
“Ser yo.” ¿Qué es “ser yo”? Si la identidad se construyera exclusivamente a partir de las experiencias que vivimos, entonces “ser yo” sería algo que modelan fuerzas exteriores que -¿por puro azar?- nos vamos encontrando en la vida. Ahora bien, si en cada ser humano hubiera un núcleo predeterminado, ya fuera genético, ya energético (o, quizá, ambas cosas a la vez), entonces la construcción de la propia identidad consistiría en el desarrollo de ese núcleo esencial que iría evolucionando en consonancia con las experiencias exteriores, las cuales imponen ciertas restricciones a la expresión ilimitada del yo. La conjunción de estas dos fuerzas -la interior, en su impulso de expresión, y la exterior, en su función limitante- es un juego, un proceso permanente de equilibrios inestables en el que nunca encontramos la respuesta exacta.
La expresión “ser yo" apela a la singularidad, sugiere la idea de ser diferente, evoca la exclusividad con que la naturaleza nos dota a todos y cada uno de los seres humanos (o de todos los seres vivos, podríamos decir también). Querer “ser yo” significa, desde este punto de vista, querer ser único y diferente a todos los demás, significa honrar la propia singularidad. De donde se deduce que hay tantas maneras de “ser yo” como seres humanos existen o, incluso, han existido.
Por otra parte, la convivencia, la relación con los otros, es un elemento imprescindible que impulsa nuestro proceso de humanización. Por ello, hemos de tener presente que socializar significa, en parte, renunciar al yo y, en consecuencia, compartir con el otro. A partir de ahí, la pregunta que se nos plantea entonces es ¿cómo creamos las condiciones para que un ser humano en desarrollo se sienta "sí mismo”? Las respuestas planificadas que definen ciertos pasos o definen un contexto determinado son inútiles para tal fin, pues con ocho mil millones de maneras distintas de “ser yo” no puede haber un camino predefinido.
Construcción (y deconstrucción) de un yo fuerte
Desde otro ángulo, y dando un paso atrás para ver con perspectiva, vemos que la vida es un viaje en el que, al iniciarse, el pasajero no tiene conciencia de sí, no se siente diferenciado de “lo otro”, no hay conciencia de “yo”. El embrión no es aún, biológicamente, alguien separado en sí mismo, dada su profundísima interconexión corporal con el organismo de la madre. Tras el nacimiento, ya hay una separación física, pero aún el recién nacido no tiene conciencia de sí. De hecho, un bebé de pocas semanas que se encuentra tumbado sobre su espalda y ve entrar en su campo visual una de sus manos -que, involuntariamente, ha movido-, en las primeras ocasiones no la identificará como parte de su propio cuerpo sino como algo ajeno que aparece ante sus ojos, dado que ese movimiento aún no contiene voluntad, deseo, consciencia. Solo a través de repetidas experiencias sensoriales, tanto visuales como propioceptivas, entre otras, llegará el bebé a comprender que esa mano pertenece a su propio cuerpo y, que, además, puede responder a su voluntad.
A partir de esa constatación y de otros descubrimientos de regularidades análogas, el bebé puede llegar a interpretar que el mundo responde a su deseo, sobre todo si sus necesidades fundamentales están siendo satisfechas: cuando reclama alimento, obtiene comida; cuando llora, obtiene contacto físico; cuando está manchado, alguien le limpia; etc… Sin embargo, paralelamente a esa precipitada conclusión, el cachorro humano aprenderá, experiencia tras experiencia, que hay infinidad de situaciones en las que sus deseos no se verán satisfechos. Y ahí comienza un juego de búsqueda de un punto de equilibrio inestable entre la satisfacción de necesidades personales y las limitaciones sociales que restringen la expresión de la individualidad egocéntrica para dar paso, después de múltiples vivencias, a una individualidad, en mayor o menor grado, socializada, empática, descentrada.
Paralelamente, a través de la vivencia, de la evolución biológica propiciada por la interacción multidireccional -entre el organismo en su desarrollo evolutivo y el caótico entorno que le rodea- la sensibilidad se va refinando, las estructuras perceptivas se van complejizando y el ser humano en desarrollo continúa almacenando experiencias y regularidades que, día tras día, con el paso de los años, van construyendo tanto una visión singular del mundo como esa sensación de identidad que denominamos “yo”.
Una vez alcanzado ese reconocimiento de sí como algo separado y diferente de lo demás -ahora ya reconociendo no solo la diferencia entre “yo” y “lo otro” sino también la diferencia entre “yo” y “los otros iguales que yo”, se procede a llenar ese contenedor que es el “yo” con ciertos atributos físicos, rasgos de carácter, ocupaciones, experiencias vitales, convicciones, ideas,… Se crea así una red informativa en la que interactúan compleja y caóticamente elementos de algunas de estas categorías con otras, de tal manera que algunos elementos se van fraguando y asentando mientras otros se van diluyendo y debilitándose. Es así como llegamos a expresar con el tiempo: “yo soy” alta, tímido, hábil, simpático, ingeniera, solidario, morena, tailandés, blanca, exitoso… Con el tiempo, estos elementos -a través de los cuáles ya nos definimos y nos identificamos plenamente- se agudizan aún más, incluso pudiendo llegar a forjarse con mucha mayor profundidad. Ese sería el cénit de nuestra identidad yoíca.
Ciertas circunstancias de la vida, como la maternidad, contribuyen a trastocar ese sentido del yo separado, dado que el proceso de alumbramiento y crianza de un hijo requiere de la fusión de la diada madre-bebé en el que el “yo” materno pasa por un intenso proceso de difuminación de sus fronteras al incluir dentro de ellas al bebé en una infinidad de situaciones desde el acogimiento al embrión en un recóndito rincón del interior del cuerpo pasando por el amamantamiento a demanda hasta la necesidad permanente de contacto físico en la primera infancia. La fusión es máxima desde la concepción y durante el embarazo (el feto forma parte, literalmente, del cuerpo de la madre). Es a partir del alumbramiento, que culmina con el corte o la caída del cordón umbilical, cuando se va produciendo una fase más evidente de progresiva y creciente diferenciación.
Curiosamente, también en el periodo de enamoramiento se produce una disolución de las fronteras individuales en una pareja. Un tercer ejemplo serían, las “experiencias cumbre” (“peak experiences”), que describió Abraham Maslow, que también producen una disolución de las fronteras de la identidad al sentirse en fusión con un todo mayor. (Resulta muy interesante notar que todas estas circunstancias tienen un denominador común: son experiencias en las que el amor es un factor predominante).
Pero aún hay una fase ulterior en la experiencia de identidad. En la inmensa mayoría de los casos esa fase se desarrolla en el último tramo del viaje, aunque hay personas que pueden, muy excepcionalmente, experimentarla mucho antes. Esta última fase en la evolución de la identidad generalmente se inicia cuando -como seres humanos- encaramos el proceso de la muerte. Al iniciar el tránsito hacia eso que llamamos “la muerte” solemos experimentar un proceso inverso al vivido al inicio del trayecto, se trata de un proceso de fusión con todo, una disolución del “yo”, una caída de las fronteras, las divisiones y las categorías de identidad que habíamos construido y que, hasta ese momento, resultaban ser el andamiaje de lo que denominábamos “nuestra identidad”. No sabemos esto por experiencia propia, obviamente, sino a través del testimonio de otros seres humanos que han vivido lo que se ha dado en denominar experiencias cercanas a la muerte, esto es, experiencias en las que el cuerpo estaba clínicamente muerto y, tras una reanimación, estas personas expresan las experiencias que han “vivido” a lo largo de ese estado.
De modo que, resumiendo, parece que la vida se trata de un viaje desde la “indiferenciación" del ser en el inicio de la vida hasta la “indiferenciación” del ser al final de la misma pasando por una etapa intermedia -la vida misma- de “diferenciación” del ser a través del “yo”. Todo ello podríamos expresarlo gráficamente mediante una curva en forma de campana.
Salvador Pánniker decía que la vida consistía en construir un yo en la primera mitad de la vida, para -en la segunda- deconstruirlo. Pero que solo lo puedes deconstruir si has formado, previamente, un yo suficientemente fuerte.
Desde esta perspectiva, cobra sentido la potencia del argumento de la chica que mencionamos al inicio: “ser yo” o construir la experiencia del “yo”, parece ser un asunto crucial en la vida. Al menos en una parte significativa de la vida.
El yo y el entorno: fuerzas complementarias
No obstante, como mencionamos previamente, la cualidad dual de la experiencia que vivimos hace que sea imposible desarrollar plenamente nuestra condición humana sin relaciones sociales (de hecho, hay evidencias que muestran que la verdadera felicidad -o plenitud, podríamos decir mejor- se encuentra ligada no tanto a los aspectos materiales como a la calidad de las relaciones que mantenemos). Podemos deducir, entonces, que es imprescindible para un desarrollo humano saludable que el yo individual reciba ciertas limitaciones a su expresión. Una analogía podría ser la del sistema inmunitario. Un sistema inmunitario en un entorno aséptico y, por tanto, excesivamente aislado y protegido que nunca tiene contacto con patógenos exteriores resulta ser muy débil y, por tanto, queda atrofiado e incapacitado para el cumplimiento de su función. Por contra, si el sistema inmunitario tiene frecuentes, aunque leves, contactos con una amplia diversidad de patógenos se mantiene activo, actualizado y preparado para actuar cuando sea necesario.
Sin la vivencia de limitaciones lo que resulta es una colección de individualidades separadas sin calidad humana, pero no una compleja red cooperativa, interconectada, interdependiente y genuinamente humana. Es aquí donde entra en escena el componente social de cualquier entorno convivencial, lo que significa entrar al juego de los límites entre la expresión de la individualidad y el bienestar de las personas a mi alrededor que contribuye a desarrollar cualidades esencialmente humanas como la empatía, la cooperación, la introspección, la escucha, la capacidad para llegar a acuerdos o para perdonar, entre otras.
Por tanto, el proceso de desarrollo humano resulta de la acción de estos dos polos: uno, el impulso interno constituido por aspectos inherentes al organismo y el otro polo constituido por aspectos del entorno que imponen ciertas circunstancias y limitaciones que, a su vez, ejercen cierta presión sobre el organismo y, en consecuencia, en su deriva de desarrollo.
Este par de polos complementarios ejercen presiones sobre el organismo, a resultas de las cuales, éste desarrolla respuestas adaptativas. Veamos un par de casos extremos que nos ayuden a percibirlas con más claridad. Pensemos, por ejemplo, en una persona que nace con una limitación biológica; digamos, una disfunción neurológica congénita que afecta a su desarrollo físico, emocional, intelectual y social. En el otro polo, el ambiental, imaginemos el carácter que podría forjar una educación eugenésica y militarista como, por ejemplo, la de la república espartana. Ambas condiciones, una propia del organismo y la otra puramente ambiental, ejercen una influencia decisiva sobre la deriva de desarrollo del individuo. En ambos casos, vemos una fuerte presión sobre las posibilidades con que cuenta el organismo para expresar su propia singularidad.
Volvamos, por un momento, a la chica que deseaba ser “ella misma”; es decir, que quería poder expresarse de manera genuina, auténtica, propia de sí misma, de una manera no estereotipada o excesivamente condicionada por el entorno social. Quizá lo que intentaba manifestar estaba relacionado con disponer de la posibilidad de no tener que representar un rol, un personaje a través del que relacionarse con los otros a su alrededor. Quizá se refería a la posibilidad de ser aceptada por ser quien es sin que hubiera una expectativa a priori de cómo debe ser y, en consecuencia, de lo que debe hacer. Quizá clamaba por vivir una experiencia en la que la aceptación de los rasgos que constituyen lo que ella define su “yo”, le permitiera continuar madurando a través de las vivencias que se le presenten en el futuro más inmediato. Y así dar respuesta a las circunstancias que le propone la vida desde la peculiaridad que la exclusiva combinación genética/energética y de experiencias con la que hasta ahora ella se identifica “que es” y no tanto desde las respuestas predefinidas y estereotipada que en muchas ocasiones impone la pertenencia a organizaciones fuertemente regimentadas que producen, como consecuencia, una estereotipación de roles e identidades en sus miembros.
La tensión entre las fuerzas más profundas del ser humano por expresar su singularidad y la creciente presión social y cultural para amoldarnos en una homogeneización que deja escaso margen a la expresión personal es permanente. Como hemos visto, es un juego dinámico de fuerzas que debe tender, para que resulte en una experiencia saludable, hacia la homeostasis.
En nuestra percepción, en los últimos tiempos, la presión exterior ambiental está creciendo, también para la infancia. En la última obra del psiquiatra y psicoanalista Boris Cyrulnik, titulada en su versión original francesa, “Libertad interior y sumisión confortable” se pone de manifiesto que un exceso de adaptación social puede ser un indicador no tanto de salud como de patología: “[si] nos dejamos subyugar por quien nos impone su ley para nuestro mayor beneficio (…) nuestra necesidad de pertenencia nos hace cómplices de los tiranos que nos esclavizan.”
Una adaptación excesiva puede transformarse en patología, por ejemplo, cuando la presión exterior requiere la renuncia a pulsiones biológicas o psicológicas vitales o a principios éticos fundamentales para el individuo. Al renunciar en exceso a esos impulsos y principios -en contra de nuestra voluntad (o, incluso, a veces convencido de que es “por tu propio bien”, tal como lo describió Alice Miller al desgranar la estrategia de la que denominó como “la pedagogía negra”)- se apaga el brillo de la singularidad que nos caracteriza como seres humanos únicos. Renunciar en exceso a la expresión de la propia singularidad es renunciar a vivir la propia vida y aceptar la alienación, aceptar convertirse en masa desindividualizada, o en términos de los algorítmicos tiempos que vivimos, robotizarse.
Pero, además, renunciar en exceso a la expresión de la propia singularidad impide aprender a trenzar una relación saludable con el entorno social, puesto que, en tal caso, esa relación jamás puede ser auténtica: al menos, una de las partes no se expresará de manera genuina.
Como ya hemos destacado, una expresión ilimitada y sin restricciones de un individuo no puede ser saludable, pues la condición humana requiere de la relación social. Así pues, ¿dónde encontramos el límite entre la expresión personal genuina y la suficiente estabilidad relacional? Cualquiera de los dos desequilibrios, por exceso o defecto, en la expresión de la individualidad, presumiblemente derivará en patología, ya sea bio-psicológica en el nivel del individuo, ya sea sociopática en el nivel del colectivo. Y la patología se acentuará en mayor o menor medida en función de lo alejado del punto de equilibrio que se encuentre esa relación entre el individuo y lo social.
Desde la posibilidad de expresión genuina del individuo es posible alcanzar el equilibrio en relación al entorno social; desde la imposibilidad de expresión genuina del individuo, no es posible alcanzar ese punto de equilibrio entre el yo y el entorno que impulsa nuestra humanidad más profunda porque la limitación excesiva significa ser forzado a vivir en incoherencia interna.
El instinto de supervivencia del ser humano permite vivir en dos mundos, como muestran multitud de experiencias humanas reales. Mi mundo interior y la vida social. En la medida en que la brecha (inevitable) entre esos dos mundos no sea excesiva, podríamos decir que la vida en ese aspecto es saludable; en la medida que se aleja se favorece la estereotipación y la despersonalización de la identidad singular.
Un ejemplo llevado al límite es el cortometraje de ficción “Two & two” del realizador británico de origen iraní, Babak Anvari, que fue nominado a los BAFTA, los premios cinematográficos británicos más relevantes, en la categoría de mejor cortometraje.
Una parte importante de la crisis existencial o de sentido de la vida que vivimos está, a nuestro juicio, íntimamente ligada a la posibilidad de expresión de la genuina singularidad personal que, por otra parte, se confunde con frecuencia con las amplias opciones de consumo, ocio y entretenimiento que se ofertan en la sociedad.
Con frecuencia, si el periodo de tiempo de sometimiento a un entorno incongruente con la libertad interior del individuo es suficientemente penoso y largo, éste puede llegar a “convencerse” de que estaba en un error y, finalmente, renunciar a su verdad profunda. Sin embargo, las observaciones de Viktor Frankl en los campos de concentración muestran que había un tipo de persona que no sucumbía al abismo entre su libertad interior y la opresión tiránica exterior. Más adelante, entraremos en más detalle sobre este aspecto.
Redefinir la relación entre el yo y el entorno
La posibilidad de elegir la actividad que se desea desarrollar, el lugar en el que se desea permanecer, los amigos o compañeros con los que compartir, minimizar el juicio sobre uno mismo y los demás, disponer de capacidad para decidir sobre lo que a uno le afecta y asumir la responsabilidad sobre las consecuencia de las propias acciones, unido -todo ello- a un entorno que ofrezca elevados niveles de seguridad emocional, un bajo nivel de tensión y conflicto y una permanente reflexión/acción sobre la satisfacción de mis necesidades en relación a las necesidades de las otras personas con las que se convivo, junto con adultos respetuosos, cariñosos, conscientes, responsables y humanamente imperfectos, todos estos elementos contribuyen, integralmente, (aunque no nos atrevemos a dilucidar en qué proporción cada uno de ellos) a preservar y realzar aquello que llamamos dignidad humana, esa cualidad inherente y consustancial a nuestra propia condición de seres humanos.
Quizá ésta sea la explicación a las observaciones que hemos realizado sobre algunas chicas y chicos que pertenecen a familias cuyos padres muestran cierto grado de atención consciencial, mantienen una perspectiva de relaciones de respeto hacia la infancia (aunque no solo) y han vivido durante cierto tiempo la experiencia de ojo de agua. Estas personas jóvenes manifiestan cualidades en su presencia como seres humanos tales como: muy bajos niveles de cinismo, apertura de corazón, sinceridad, honestidad, capacidad de crítica compasiva y reconocimiento de sus propios errores, responsabilidad sobre sus compromisos, sencillez, patrones de comunicación con bajo nivel de juicio, habilidad para encontrar puntos de acuerdo entre posiciones diversas, capacidad para decir no cuidadosamente, autoescucha, autocuidado y cuidado de los otros,…
No es casual que hayamos mencionado en primer lugar la pertenencia a una determinada familia, pues las relaciones familiares y la constelación de valores que se desarrollan en la vida cotidiana familiar son determinantes en el proceso de desarrollo humano de los hijos. El grado de alineación de esos valores familiares con la constelación de valores que representa ojo de agua, determina en buena medida el grado de satisfacción personal y familiar con la experiencia que viven los chicos en ojo de agua. No hay que olvidar que ojo de agua propone una experiencia para la infancia y la juventud radicalmente diferente de la que propone el sistema y, por tanto, los frutos de tal experiencia serán también diferentes. No se sería razonable esperar que quienes viven una experiencia tan radicalmente diferente se amolden con facilidad a los estereotipos grabados a fuego en nuestro inconsciente colectivo.
Viktor Frankl afirmaba que nadie nos puede arrebatar la libertad interior, que solo podemos renunciar a ella. Frankl, por ejemplo, redactó un manuscrito del que tuvo que deshacerse a su llegada al campo. Aún así, recomenzó su tarea de nuevo cuando alguien le regaló tres hojas de papel usado -cuyo reverso estaba en blanco- y un pequeño lápiz. Allí escribió mínimas notas taquigráficas con las que, tras la liberación, reconstruyó el manuscrito perdido que, finalmente, llego a publicar. Su determinación estaba sostenida por una convicción personal, una verdad interior, una certeza profunda. Ese proyecto, unido a su determinación de tomar distancia de la situación para observarla como un investigador, preservaban su libertad interior. Era algo que dotaba de sentido su experiencia. Así es, cuando encuentras algo que hacer (una idea o un proyecto a desarrollar) o una relación, o una experiencia vital que satisface tu núcleo interior, tu perspectiva de la vida cambia. Su conclusión tras tres años prisionero fue que “en igualdad de condiciones, tenían más posibilidades de sobrevivir aquellos que estaban orientados al futuro, hacia un sentido cuya realización los esperaba en el futuro.”
Recientemente, encontramos una cita atribuida a William Bagley, que decía: “Los dos días más importantes de tu vida son el día que naciste y el día que descubriste “por qué” (aunque personalmente preferimos sustituir ese “por qué” por un “para qué”). Es decir, que después del día que aterrizaste en este planeta, el más importante es el día que descubres cuál es tu propósito en él. Y este propósito no tiene que ser único para toda la vida, ni siquiera algo muy grande o ambicioso; es más, en la inmensa mayoría de los casos suele ser algo pequeño, casi doméstico, humilde.
Un propósito nos otorga sentido. Vivir con un sentido, nos permite crecer como personas y actuar para el bien propio y el de todo(s) lo(s) demás. Nos proporciona alegría de vivir. Nos permite desarrollar nuestras mejores destrezas y, por tanto, ofrecer al mundo lo mejor de nosotros mismos. Con un propósito y con un sentido, la vida deja de ser un sinsentido, de ser gris, aburrida, dejamos de sentirnos marionetas cuyos hilos mueve el azar, el esfuerzo merece la pena y el intento de logro satisface nuestro núcleo interior.
Este propósito puede ser pequeño: vender tortitas dos veces por semana; o más grande: financiar un viaje; puede ser una experiencia -escalar un montaña- o cultivar una relación. No obstante, Frankl nos indica que un camino inesperado que nos lleva al encuentro con el sentido de la vida es “cuando nos enfrentamos a un destino que no podemos cambiar.”
Así, pues, preguntar de manera genérica por “el” sentido de “la” vida es tan ingenuo como preguntar por “la” mejor jugada de ajedrez; no existe; depende de las concretas circunstancias en cada momento.
¿Hay un método para descubrir cuál es el propósito en esta vida? Desde una perspectiva que va más allá del mero materialismo que permea toda nuestra sociedad, sostenemos que es la consciencia la que contiene ese propósito. Parte, si no todo, el juego de la vida consiste en desvelar ese propósito, pero no hay manera sistematizada de encontrarlo: no hay cursos, no hay protocolos, no hay recetas. La única manera que nosotros conocemos (lo que no implica que existan otras que desconocemos) para explorar nuestro propósito vital es viviendo con atención aquello que la vida nos trae en cada momento y contrastando si aquello resuena con nuestro interior (o no). Para Frankl no se trata tanto de preguntarnos cuál es el sentido de nuestra vida, sino más bien responder a las circunstancias con las que la vida nos interpela a cada instante. “La pregunta por el sentido de la vida está generalmente mal planteada, no somos nosotros los que podemos preguntar por el sentido de la vida, sino que es la vida la que nos plantea preguntas (…) constantes, diferentes cada hora de la vida a las “cuestiones vitales” (…) toda nuestra vida no es más que dar respuesta, hacernos responsables de nuestra propia vida.”
De la misma manera que “un médico no puede otorgar significado a sus pacientes; tampoco un profesor puede dar significado a sus alumnos. Lo que sí puede es dar, sin embargo, es ejemplo: el ejemplo existencial del compromiso personal con la búsqueda de la verdad.”
Uno de los muchos ejemplos que menciona es el siguiente: Frankl había solicitado un visado para emigrar a los EE.UU. Después de años de espera, finalmente recibe una citación en la embajada. La situación en Austria en aquel momento es dramática para los judíos, pues todos saben que su destino es ser deportados a campos de concentración o de exterminio. El visado es solo para él. A Frankl se le presenta un dilema, la vida le interpela: ¿debe aceptar el visado y aprovechar las oportunidades personales y profesionales que ello conlleva y abandonar a sus padres, o quedarse en Viena, renunciar a las esas oportunidades y permanecer a su lado? Esa mañana decide dar un paseo y se plantea que necesitaría una señal para poder resolver esta situación. Tras el paseo, vuelve a casa. Sobre la mesa del salón encuentra un pedazo de mármol. Le pregunta a su padre qué es y éste le explica que lo ha recogido de la sinagoga que acaban de incendiar, que es un pedazo de los diez mandamientos y que sabe cuál de ellos es porque no hay otro que comience por la misma letra. El mandamiento es: “Honrarás a tus padres para que se alarguen tus días.” Finalmente, Frankl decide dejar caducar el visado y quedarse junto a sus padres en Viena. Posteriormente sus padres y él mismo fueron deportados. Todos sus familiares que permanecieron en Viena fueron deportados, incluso su esposa, quien había pedido el traslado voluntario para permanecer cerca de él. Todos, menos una hermana, murieron asesinados. La decisión de permanecer en Viena significó para Frankl un sufrimiento tal que solo las personas que lo han vivido pueden comprender; sin embargo, también fue una experiencia que determinó el resto de su vida, pues a pesar e ella (y no gracias a ella, pues esa experiencia supuso un grandísimo dolor) consiguió comprender que la vida tiene sentido con independencia de lo que nos ocurra. Esa conclusión, a partir de su vivencia real en los campos, le condujo a ayudar a otras personas a encontrar sentido a lo que sucede en sus vidas. Frankl no buscó esta experiencia, la vida se la puso delante. Lo que sí es cierto que se vio obligado a responder a esa situación. No podía no responder, no podía evitar decidir.
Así pues, vamos construyendo el sentido de nuestra vida a partir de multitud de pequeñas (y algunas grandes) decisiones cotidianas. La libertad no consiste en “hacer lo que me venga en gana” o de “simplemente satisfacer mis deseos”, sino en decidir y hacer lo que es correcto hacer en cada instante.
Eso nos lleva a preguntarnos: ¿por qué motivos hacemos lo que hacemos?, ¿funcionamos en modo automático, esto es, robóticamente?, ¿hacemos esto o aquello porque otros creen que es lo mejor para nosotros?, ¿los niños hacen las cosas porque lo sienten así en su interior?, ¿o porque son conscientes de nuestra inquietud por su futuro?, ¿o, simplemente, porque quieren pertenecer al grupo de iguales y por ello imitan sus acciones?, ¿o porque hay algo en su interior que les dice que vayan adelante, que sigan esa pista, que exploren ese camino?
¿Es la naturaleza sabia? Si la respuesta es “no”, el camino es el de la cultura actual: debemos dominarla, conquistarla, someterla a nuestros deseos y participar plenamente en esa sociedad que permanentemente nos juzga, nos somete a lo largo de décadas de escolarización y construye una cosmovisión de lucha por la supervivencia y destrucción de la belleza de la vida.
Si la respuesta es “sí”, entonces debemos entender que -en su sabiduría- la naturaleza ha dotado a cada ser humano de las destrezas necesarias para vivir, y no solo para sobrevivir, para gozar de la vida y desarrollar los propósitos que le den sentido y alegría de vivir, incluso cuando se enfrenta a un destino no elegido.
Es imprescindible reflexionar sobre los motivos que nos impulsan a tomar unas u otras decisiones porque tras esos motivos podemos descubrir las fuerzas que nos mueven y su coherencia. Nuestro ejemplo será la mejor lección para nuestros hijos.
El desafío humano.
Hoy día, los niveles de incertidumbre son muy elevados. Flota en el ambiente una sensación de fin del mundo. En cierta medida, estamos asistiendo al fin de una manera de vivir en el mundo, sin que aún esté definida cuáles son las nuevas maneras que podrían llegar a emerger. Lo antiguo ya no funciona. Hay que inventar nuevas maneras de vivir. Algunas fuerzas están presionando acelerada e intensamente hacia la configuración de un distópico feudalismo tecnocrático basado en la eficiencia a través de las decisiones de cálculo de las máquinas (recordemos que la mal llamada “inteligencia artificial”, no es inteligente -no puede pensar, sentir y carece de sentido común y de contexto- aunque así lo parezca. Se trata simplemente de “cálculo algorítmico”; eso sí, superintensivo).
Los procesos de automatización en la producción van a transformar (mejor dicho, ya están transformando) la sociedad de manera profunda. Los efectos de la aplicación del cálculo algorítmico a los distintos ámbitos de la vida tienen implicaciones a todos los niveles: profesionales, relacionales, informativos, sanitarios, de organización social, incluso existenciales.
Algunos ejemplos: mientras escribimos estas líneas, el gigante de la tecnología, IBM, ha anunciado que sustituirá en un plazo de 5 años al 30% de sus trabajadores por algoritmos; empieza a ser de lo más infrecuente que te atienda un ser humano al otro lado de la línea telefónica, en breve será imposible distinguir entre una imagen o un vídeo grabado sobre la realidad de otro creado por algoritmos (total fake reality), se pretende una medicina personalizada en la que el papel de médico sea minimizado, se desarrollan algoritmos de delincuencia predictiva o de crédito social, algoritmos que aprenden sin que sus programadores tengan idea de cómo lo han logrado (falta de control humano), etcétera.
No obstante, este crecimiento exponencial del “aprendizaje-máquina” en el que se basan todos estos desarrollos tienen un consumo de energía crecientemente exponencial. Las previsiones de su consumo se acercan a las de la producción total mundial de energía. Esto es, que la mal denominada IA consumiría en unos pocos años la totalidad de la energía eléctrica producida por los humanos en el planeta.
No solo energía, también ingentes recursos esenciales para el ecosistema; por ejemplo, el agua. Otro ejemplo, el gigante de las redes sociales, Meta, está planeando un centro de datos en Talavera de la Reina, provincia de Toledo, que se estima que consumirá 600 millones de litros de agua potable para refrigerar los equipos que almacenan los datos de sus aplicaciones. Es la cara oculta de la pantalla digital. La explosión del cálculo algorítmico, así como iniciativas como el metaverso, multiplican exponencialmente los consumos tanto energéticos como de agua.
No obstante, no nos dejemos distraer, el mayor de los riesgos del desarrollo del cálculo algorítmico (mal llamada inteligencia artificial) a gran escala es el incremento del control personal y social.
Por otra parte, aún no hemos asimilado que la modificación del genoma humano, que hasta hace poco era un tabú, ya sea algo aceptado socialmente. Eudald Carbonell, antropólogo y co-director de las excavaciones de Atapuerca, pronostica que “a finales de este siglo seremos cuatro especies: homo editus, los que serán editado en laboratorio; homo prótesis, los que serán modificados genéticamente para poder hacer frente a patologías; homo sapiens restrictus, los que no serán modificados y, por supuesto, los que se puedan ir haciendo a nivel de mecatrónica.”
Como se ve, el vuelco civilizatorio es enorme. En ese escenario, ¿cuál será la función, el papel, el propósito y el sentido de ser (humano) en el mundo? Nuestra convicción es que las personas con un desarrollado sentido de la intuición, conscientes del valor de su dignidad y su singularidad, así como con habilidades muy desarrolladas en aspectos exclusivamente humanos -no imitables por el cálculo algorítmico- pueden contribuir a la conservación de la dignidad humana, la esencia de lo que aún nos hace humanos. En ello subyacen -casi siempre- ciertos valores de respeto, sentido de la responsabilidad y bienestar para uno mismo y para todos los demás, tanto humanos como no humanos. Por ello, nuestra voz interior suele proponernos decisiones difíciles que se salen del camino trillado, de la senda convencional, aceptada por la inmensa mayoría.
Uno de los ámbitos previsiblemente más afectados será el del mundo laboral. El trabajo hasta hace pocas generaciones tenía una función de supervivencia. A partir de un determinado momento social, relacionado muy probablemente con cierta abundancia material, el trabajo se comienza a identificar con la realización personal, momento en el que nos encontramos (“dedícate a lo que te apasiona”). Las tendencias predicen que la revolución de los algoritmos de automatización va a producir una gigantesca reducción de puestos de trabajo para los seres humanos. Es cierto que todas las revoluciones tecnológicas anteriores han provocado la desaparición de sectores económicos enteros, la transformación de muchos otros y el nacimiento de otros nuevos. Pero parece que lo que se viene con esta nueva revolución industrial es de otro calado. Los niveles de desempleo se prevén tan abultados que por causa de ello surgen iniciativas como la “renta básica universal.” ¿Cómo va a afectar eso a nuestra identidad o a nuestra realización personal? ¿O a la calidad de nuestra vida?
Desprovistos de trabajo, los seres humanos pueden encontrarse, a grandes rasgos, ante dos escenarios. Por un lado, está el escenario del riesgo de apagamiento por entretenimiento. En el otro, la perspectiva de la liberación para una verdadera realización personal. Una es la versión del historiador Noah Yuval Harari: una proporción adecuada de drogas y videojuegos sería suficiente para mantener entretenidas a las masas desocupadas con acceso a los mínimos vitales para seguir subsistiendo. La otra es la versión del filósofo Charles Eisenstein, plantea que esa situación es perfecta para que la persona, con sus necesidades básicas cubiertas, pueda enfocar su energía en entregar sus dones, como parte de la economía del obsequio, de manera que sirvan para hacer del mundo un mejor lugar en el que vivir y convivir y cumplir así con el proyecto de autorrealización personal.
Lo más probable, sin embargo, es que ambas versiones formen parte del escenario futuro, que lo que surja comprenda una mezcla de ambas visiones.
¿De qué dependería en cada ser humano que su deriva vital vire hacia una u otra dirección? En nuestra perspectiva, ello podría recaer, en buena parte, en la experiencias vividas, así como en los valores y practicas de crianza desarrolladas por la familia durante la infancia y la juventud. Un sentido de singularidad (“aquí puedo ser yo”), unido a una interpretación del universo que me permite tener un papel significativo y desvelarme un propósito que dé sentido a mi vida son elementos cruciales en la determinación de una u otra deriva. Si la vida es azarosa y nada depende de mí, entonces se trata de pasarla entretenidamente de cualquier manera. Si la vida es significativa, tiene una finalidad y yo -y solo yo- puedo cumplir un papel específico como parte de esa finalidad, entonces se trata de vivirla entregando mis destrezas para el bien propio y de todos los demás. En esta segunda opción, es crucial la capacidad para escuchar la propia voz interior y desarrollar la habilidad para leer las preguntas que, con frecuencia, en forma de sincronicidades, nos formula la vida a cada instante. La manera en que respondamos determinará qué sentido otorgaremos a nuestra experiencia sobre la Tierra.
La intuición: brújula interior
El encuentro de propósito/s en la vida es una función de nuestra intuición, esa forma de conocimiento inmediato que no requiere de complejos razonamientos. Para el filosofo Baruc Spinoza, se trataba de la más elevada forma de conocimiento. La intuición es una capacidad que, a nuestra manera de ver, está atrofiada por nuestra cultura, altamente cargada de planificación y racionalidad. Esto no quiere decir que debamos evitar esas capacidades más racionales; se trata, más bien, de que distintas decisiones requieren de distintas herramientas.
La educación nos enseña qué hacer; la intuición cómo vivir.
¿Cómo fomentar la intuición en los niños? Es innecesario, a nuestro juicio. Los niños, per se, son intuitivos, tienen una capacidad intuitiva muy desarrollada, de la misma manera que los niños con un nivel de salud física y mental mínimo no necesitan de meditación para estar presentes aquí y ahora; simplemente, están. Quizá lo más apropiado sería no tanto intentar fomentar la intuición en los niños como permitir, proteger y valorar la espontánea práctica de la inteligencia intuitiva creando un contexto que permita la libre actividad combinada con plena responsabilidad por las propias acciones, así como con una toma de decisiones con límites funcionales claros basados en el respeto al otro, ya sea humano o no humano.
Pero, todo hay que decirlo, si bien es altamente complejo enseñar a utilizar la intuición, más complejo aún aprender a no reprimirla y escucharla, pues ese camino diverge del discurso educativo dominante basado en la racionalidad, la competencia, el esfuerzo…
Gandhi decía que la verdad es aquello que te dice el corazón. No obstante, es necesario entrenarse para escuchar y distinguir la voz de nuestro corazón de nuestros meros deseos, temores, ambiciones… Durante una conversación con una chica de 18 años, ésta decía: “la verdad es que tu voz interior casi siempre te dice cosas difíciles.” Y es que ejercer la libertad con responsabilidad casi siempre supone desafíos personales. Pero también es cierto que asumir la responsabilidad de las decisiones tomadas en conexión con nuestra voz interior, dota de profundo significado a nuestra vida y, después, de la comida y el cobijo, vivir una vida con significado, es una necesidad para sentirnos plenamente realizados como seres humanos.
Una buena manera para experimentar con la intuición consiste en probar a escuchar y poner en práctica las informaciones recibidas a través nuestra intuición y conectarlas con nuestro momento vital en pequeñas decisiones que no impliquen grandes riesgos. De esta manera podemos acostumbrarnos a discernir y sintonizarla mejor. Conversar en familia sobre nuestras experiencias, nuestras decisiones, nuestras conexiones, nuestras sensaciones interiores es, quizá, una de las mejores maneras de compartir la práctica de la intuición.
En un contexto despresurizado de atención a la incertidumbre del futuro y relativamente protegido de los temores con que la sociedad capitalista y consumista nos provee para ofrecernos después sus seguridades comerciales, puede haber una opción que provea de tiempo y espacio para escuchar la propia voz interior. Combinando la capacidad natural de la intuición y de estar presentes en el aquí y ahora, con un entorno en el que la intuición y el presente sean dotados de espacio y valor podemos incrementar y afinar la escucha de nuestra voz interior.
Es necesario dedicar aquí un muy breve paréntesis a los dispositivos digitales y los productos comerciales en cuanto grandes distractores de la atención hacia el propio interior. Cuanta más atención damos a las pantallas digitales, tan precisamente diseñadas para capturar nuestra atención (“maximizar el compromiso” es el eufemismo que utilizan sus diseñadores), de menos oportunidades dispondremos para escuchar nuestra propia voz interior y los mensajes que la vida nos presenta. Desde una cosmovisión en la que todo en la vida tiene sentido, es posible aprender a leer las circunstancias que nos acontecen como oportunidades, como preguntas que la vida nos formula y que no dejan de ser oportunidades para construir nuestro propósito y sentido en nuestra vida.
No parece casual que los espacios en los que solo hay sonidos naturales sean extremadamente escasos en nuestra sociedad, pues no solo las imágenes en las pantallas, sino también los sonidos ambientales en comercios, lugares de recreo, etc., son desviadores de nuestra propia voz interior.
Para leer nuestro entorno es necesario estar atentos a él. La vida nos habla, nos interpela y, nosotros, podemos ignorarla mientras seguimos distraídos o enfocados en la pantalla o, en otro caso, podemos escucharla. Carl G. Jung, el psicólogo creador del concepto de inconsciente colectivo también describió el término “sincronicidad” como el acaecimiento simultáneo de dos o más sucesos relacionados sin conexión causal entre ellos, para diferenciarlo del término “sincronía”, que simplemente describe la simultaneidad temporal de dos fenómenos. En la sincronicidad, hay significado; en la sincronía, no. La sincronicidad es uno de los lenguajes con los que nos habla la vida y aprendiendo a leer sus mensajes podemos ir desbrozando la senda que vaya construyendo el sentido de nuestra vida.
La sociedad en que vivimos está fundamentada en un materialismo que trata de dar una explicación de la existencia de la mente como un producto de la complejidad extrema del cerebro humano, como una propiedad emergente (un término muy elaborado para describir aquello de lo que no podemos dar explicación, pero que, sin embargo, da la apariencia de que sí la sabemos). Sin embargo, desde sectores de la misma ciencia, así como desde las tradiciones sapienciales ancestrales, tanto de oriente como de occidente, se afirma otra cosa: es el cerebro el que está dentro de la mente y no la mente dentro del cerebro.
Esto tiene implicaciones fundamentales que transforman nuestra visión del mundo y, si somos consecuentes, nuestra manera de ser y estar en el mundo. Este universo en el que todo es mente -y cada ser, humano o no- es parte de ella, es un universo que invita a la participación, es un universo del que somos actores y no solo meras marionetas manejadas por el azar o la necesidad. Este universo consciente tiene un propósito, así como también cada uno de nosotros tenemos un propósito. El estado y la evolución del mundo no depende de las impersonales fuerzas físicas (gravedad, nuclear, electromagnetismo…) sino de la suma de las mentalidades de todos los seres que lo habitan. Así pues, desde una perspectiva en la que la materia es un producto de la mente -y no al revés- debería ser función primordial de la educación, el desarrollo, por ejemplo, de la imaginación, la exploración interior y el diálogo con y la apreciación de la naturaleza.
La arraigada sensación de que hay algo estructuralmente inadecuado en nuestra sociedad nos empuja, quizá, a buscar una alternativa para la experiencia que han de vivir de nuestros hijos. Quizá, pensamos, puede haber otros caminos para crear una forma de vida más equilibrada, más saludable, más amable,… Al salirnos del camino trillado, iniciamos un proceso de exploración de lo desconocido y, en consecuencia, un proceso intensivo de aprendizaje. Eso es fabuloso porque nos impulsa -a su vez- a tener que escucharnos a nosotros mismos, quizá nuestra propia voz interior; nos impulsa a probar y, seguramente, a equivocarnos; lo cual nos humaniza (pues aplicar mecánica y acríticamente las recetas ya establecidas, contribuye a la deshumanización, también de las relaciones con nuestros hijos).
Necesitamos, como adultos responsables de la siguiente generación, ejercitar el discernimiento, volver la mirada a nuestra interioridad y, allí, a solas con nosotros mismos, en ese lugar en el uno no puede engañarse a sí mismo, aprender a escuchar nuestra voz interior.
El discernimiento es un proceso vinculado no solo a la racionalidad, sino muy especialmente al corazón. De hecho, como seres humanos, nuestro sentido más profundo de identidad, lo vinculamos con el corazón y no tanto con el cerebro. Cuando se le pregunta a las personas dónde ubican su sensación de yo, señalan su pecho, no su cabeza. Esto es un hecho transcultural, es decir, que traspasa culturas, lo que indica que es algo inherentemente constitutivo del ser humano.
“Nacemos como seres con luz propia. Luz única e irrepetible, que refleja la luz primordial del mundo. ¿Cómo podemos ser fieles a esta luz? Primero de todo hay que aprender a sentirla, a percibirla. No con los ojos del cuerpo, sino con lo que tradicionalmente se denominaba el ojo de la mente, el ojo del corazón o bien del espíritu (…) El carácter único de cada ser humano lo experimentamos en primera persona cada vez que escuchamos nuestra voz interior, esa que nos hacer ser quien somos.” (Jordi Pigem)
Al final, la tarea fundamental de todo ser humano es ser quien es.
Aquella chica sabía -intuitivamente- lo que decía.
Gracias de nuevo